miércoles, 25 de septiembre de 2019

EL BICHO FEO (MEMORIAS)





Entre mis más claros recuerdos de infancia  se encuentra el de mi escuela primaria. Cierro los ojos y entre las brumas blancas que envuelven celosas todo lo referente a mis primeros años puedo verla levantarse imponente y majestuosa.

Ahora, a través del tiempo, me doy cuenta de que en realidad era una simple y sencilla escuelita de pueblo. Paredes anchas y techos altos, pero no contaba con sótanos ni con laboratorio; era de una sola planta, de manera que no teníamos escaleras para dirigirnos a pisos superiores; la cocina era de muy discretas dimensiones… y la biblioteca era aún más discreta que la cocina. Pero para nosotros, que no conocíamos otras escuelas, la nuestra era la “gran escuela”. Tenía una enorme cancha para jugar a la pelota, una pieza diminuta que en los recreos servía de cantina expendiendo toda clase de dulces, paragüitas de chocolate,  maíz inflado y azucarado, semillas de girasol y tantas otras golosinas similares que por el mísero precio de una moneda pasaban a nuestra propiedad haciéndonos sentir los seres más afortunados y mejor provistos del universo.

Además la escuela tenía un bebedero. Sí, un largo y ceramicado bebedero con muchas canillas de las cuales brotaba agua cristalina y fresca, agua que juntábamos en el pocito de nuestras palmas y bebíamos con la febril vehemencia de sedientos exploradores que encuentran un oasis en medio del desierto.

Jamás he vuelto a probar agua tan exquisita, tan refrescante y mágica como aquella. ¿Puede haber gloria mayor para un patio de escuela? En ese bebedero nos lavábamos las manos manchadas con témpera tras la clase de artes plásticas, al borde de ese bebedero nos empujábamos para refrescarnos luego de las agotadoras clases de educación física y, como si eso fuera poco, era en ese lugar dónde nos limpiábamos las heridas de codos y rodillas, heridas que eran el resultado casi invariable de nuestras correrías frenéticas y nuestros galopes furtivos por patios y galerías. Yo no me lastimaba con frecuencia, aunque no huía de las partidas arriesgadas. Quizás por eso recuerdo con asombrosa nitidez el día en el que tuve que llegar como tantos otros condiscípulos, sangrante y polvorosa, a curar mi dolor y mi orgullo herido en las aguas de aquel bebedero que en circunstancias de ese tipo hacía las veces de fuente medicinal y consoladora.

En la escuela había reglas. Sabíamos que el primer timbre era para quedarnos quietos como estatuas en el lugar en el que estuviéramos parados. El segundo timbre era el que nos indicaba que debíamos dejar nuestra postura pétrea y regresar a las aulas en perfecto orden.

Otra cosa que bien sabíamos era que no se debía salir fuera de los límites del establecimiento… aunque resultaba una verdadera tentación el almacén de Doña Elena, que se hallaba justo al cruzar la calle de tierra, frente a la escuela, y vendía unos picolés exquisitos que, dicho sea de paso, no eran más que hielo saborizado metido en bolsitas plásticas, delgadas y largas, que nosotros comprábamos por la irrisoria suma de diez centavos la unidad. Luego succionábamos, hielo y bolsa juntos, mientras nuestras manos y bocas iban tiñéndose gradualmente con manchas de colores rojizos y textura pegajosa.

Nosotros sabíamos que las reglas no debían romperse… lo sabíamos por instinto, por razón natural... y por razones menos naturales pero más intimidantes como el miedo a “firmar el libro”. No sabíamos a ciencia cierta qué era aquello de “firmar el libro”, y a decir verdad ni siquiera sabíamos firmar. Pero la amenaza era pronunciada con tal gravedad por nuestros docentes que nos parecía que la cosa era realmente muy seria y no queríamos exponernos al riesgo de sufrir la pena. Además, transcurrido algún tiempo, “el libro” pasó a llamarse “libro negro”, lo que terminó por quitarnos toda duda acerca de lo intrínsecamente malo de estampar nuestros nombres en él. Y ese, precisamente ese y no otro, era el castigo aplicado a quienes se atrevían a burlar las fronteras de la escuela.

¡Pero los picolés de Doña Elena eran tan ricos! ¡Tan refrescantes! ¡Tan apetecibles cuando el ardiente sol misionero amenazaba con achicharrar nuestras cabecitas descubiertas! Por eso ideamos un plan para conseguirlos sin romper las reglas de la escuela. No sé de quién fue la idea. Lo imagino, pero no lo sé. Así que no lo digo.

Como auténticos pilinchos, en hilera y asidos al alambre que marcaba el límite, esperábamos a que algún vecino del pueblo pasara por el camino polvoroso. ¡Ver venir a alguien era la gloria! Desde la alambrada llamábamos al caminante y le pedíamos nos hiciera el gran favor de comprar por nosotros la preciosa mercancía. Le dábamos nuestras monedas y nuestras indicaciones. “Para mí de uva”, “para mí de frutilla”... y el buen samaritano invariablemente regresaba con aquella maravillosa carga cubierta de escarcha; carga que para nosotros valía más que un vagón de oro… al fin y al cabo un vagón de oro no nos hubiera servido entonces para apagar tan deliciosamente nuestra sed de incansables duendes saltarines.  Sin saberlo estábamos utilizando la figura jurídica del mandato. Sin saberlo también estábamos aprendiendo a gambetear leyes…

Otra de las normas era la de no saltar sobre los bancos de los patios internos. Para dar una idea proporcionaré los siguientes datos. En el centro de la escuela se hallaba el patio principal, con piso de mosaicos, donde se levantaban dos mástiles imponentes en los que cada mañana se izaban con sumo respeto nuestras hermosas banderas. Una azul y blanca, la nacional. Otra roja, azul y blanca, la de nuestra provincia. 
Las banderas, nuestras banderas, eran realmente bellas, impactantes, sublimes. Nuestra escuela no hubiera sido escuela respetable si ellas no hubieran estado allí, inspirándonos con su presencia los más nobles sentimientos que ya desde aquella edad comenzaban a dar calor a nuestro pecho. En mi opinión era aquel pabellón celeste y blanco el que le daba el alma a la escuela. A esa bandera le cantábamos, frente a ella nos formábamos, a ella le habíamos jurado fidelidad y por ella se daba la vida. Toda la grandeza y el misterio de la palabra Patria estaban así plenamente presentes en aquel modesto patio escolar de un pueblo perdido en el interior del país.

Alrededor de ese patio descubierto se extendía la galería angosta y techada y se ubicaban las aulas. Las puertas de los salones miraban hacia el patio central, y entre aula y aula había unos patiecitos internos, espacios reducidos que servían para jugar a las bolitas o para sentarse a conversar. En estos patios pequeños estaban dispuestos unos bancos macizos de cemento y ladrillo, adheridos al piso con una firmeza titánica, tanto que de haber acaecido un terremoto es seguro que estos bancos hubieran quedado en pie. A estos patiecitos no entraba mucha luz de sol  ya que las altas paredes de las aulas los resguardaban muy bien. Esto los mantenía frescos pero favorecía la humedad que a su vez daba lugar a que un diminuto y tupido musgo proliferara en pisos y bancos. Pienso que por eso se nos prohibía con tanta firmeza brincar de banco en banco, ya que nos arriesgábamos a resbalar artísticamente en dicho musgo y a terminar en el suelo tras caídas mucho menos artísticas. 

Sin embargo había un juego al que ninguno de nosotros podía resistirse. El juego del “Bicho Feo”. ¡Cuánto nos divertía! Uno de nosotros era el “Bicho” y se ubicaba en el centro del patiecito, entre los bancos. Mientras estuviéramos tocando un banco el Bicho no podía atraparnos. Pero debíamos pasar corriendo o saltando de banco a banco, y esa era la oportunidad del “Bicho” para capturar a quien lo sucedería en el singular puesto.

Cuando estábamos en el banco cantábamos burlonamente y a voz en cuello “¡Bi-cho-fe-o! ¡Bi-cho-fe-o! ¡Bi-cho-fe-o!” y el Bicho fingía enojarse. Luego brincábamos, corríamos y burlábamos al Bicho hasta que algún desafortunado caía en sus temidas garras.

Si los maestros fingían no vernos ni oírnos para no tener que aplicar el castigo, o si efectivamente ignoraban nuestras hazañas, es cosa que hasta ahora ignoro. Pero fue ahí, precisamente durante un juego de “Bicho Feo”, cuando resbalé al saltar de un banco a otro, perdí pie, y di con el rostro en uno de esos macizos, peligrosos, criminales y en mala hora dispuestos asientos de cemento. No recuerdo haber derramado alguna lágrima… sinceramente no lo recuerdo. Lo único que sé es que de un momento a otro me vi llevada por una de las maestras hasta nuestro querido bebedero, seguida por una turba de chicos curiosos y alborotados que no tardaron en rodearme como si fueran una tromba de vizcachas con los ojos tan abiertos como platos y haciendo múltiples exclamaciones y observaciones, ya de consuelo, ya de lástima al ver la herida tan aleccionadora, ya de condescendencia por la compañera atrapada in fraganti.

Mientras la maestra lavaba mi herida yo hubiera querido espantar con la mayor violencia posible a todos esos otros niños que me rodeaban y que, lejos de confortarme, aumentaban mi vergüenza y mi confusión… más aun cuando entre la turbamulta creí oír una voz burlona e irritante que exclamó con crueldad “¡Ja! ¡Ahora sí que parece un Bicho Feo!”. Nunca, nunca, volví a jugar a aquel juego de alto riesgo.



-Julieta Gabriela Lardies

miércoles, 11 de septiembre de 2019

EL TAMBOR (MEMORIAS)




Mi escuela tenía un número y un nombre. El número seguramente le fue asignado por el Ministerio de Educación. El nombre le fue dado por mi abuelo Carlos.

Varón emprendedor y de firmes principios, mi abuelo luchó junto a otros hombres de nobles intenciones para que nuestro pueblito tuviese una escuela en su zona urbana.

La escuela, construida luego de no pocos esfuerzos, se llamó “Tambor de Tacuarí” en honor a aquel valiente niño, Pedro Ríos, que con los redobles de su tambor daba aliento a las tropas de Don Manuel Belgrano y que, desempeñando esa noble misión, encontró la muerte en combate en el año 1811.

Como estudiante de grado, siempre tuve la profunda convicción de que nuestra escuelita tuvo el nombre más hermoso que podía haber tenido. Ahora bien, los niños que pasaron por sus aulas, tendré que decirlo a fuerza de sinceridad, no siempre honraron con su comportamiento el nombre de la escuela. Y ante esta realidad que se imponía sin más, fue necesario establecer un canon de castigos. Al niño infractor se le podía "retar" o se le podía "poner de plantón" junto a la pizarra del aula, pero en casos de delitos graves, delitos mayores, el ajusticiado era enviado “al Tambor de Tacuarí”, lo que antecedía a “firmar el libro negro”.
¡El niño delincuente junto al niño héroe, los dos en aparente pie de igualdad, parecían cumplir juntos la misma condena! A qué maestro le perteneció el oscuro entendimiento gestor de tan desdichada idea es algo que no figura en los anales de la Historia, aunque por los hechos estamos en condición de afirmar que la idea tuvo muy buena acogida por todos los docentes de la escuela, quienes salteándose cualquier regla básica de sentido común y de pedagogía elemental adquirieron la infame costumbre de enviar de penitencia a los incorregibles “junto al Tambor de Tacuarí”.

El castigo tan temido consistía en ir a pararse junto a una estatua de madera, hermosa imagen del heroico niño, que se encontraba frente a la oficina de Dirección.

La estatua de madera lustrada era una bella obra casi en tamaño natural (o al menos de ese tamaño me parecía a mí en equella época). Todo el alumnado hubiese debido sentir un tierno afecto por esa cálida representación del Tamborcito de Tacuarí y haber querido detenerse anta ella para admirarla con orgullo de tenerla. Sin embargo aquel lugar de la escuela era mirado con recelo, y hasta con oculto odio, por los niños que se sabían posibles merecedores de la pena máxima.

En este punto cabe aclarar que la pena capital, por sus sospechados efectos colaterales, curricular y hogareñamente hablando, y por su misterio de alcance, era la de “firmar el libro negro”. Pero en materia de humillación no había pena mayor a la de “ir al Tamborcito”. Una expulsión hubiese sido grave en sus consecuencias mediatas, pero en nada se comparaba con el deshonor inmediato de ser expuesto junto a la estatua del Tambor de Tacuarí durante los interminables minutos de un largo recreo, siendo visto por todos los compañeros que pasaban por la galería y jugaban en el patio central. No existía mayor vejación, mayor crueldad, mayor infortunio. Nuestras mentes no concebían algo peor que aquello.

(Deseo hacer una salvedad en cuanto a aquello de "firmar el libro negro": Ninguno de nosotros vió jamás el libro, en consecuencia no sabíamos si en verdad era negro... ni si era un libro. Un niño muy malo dijo que cierta vez "había firmado"  y que sólo se trataba de un cuaderno de no sé qué color... Pero sospechábamos que nos estaba mintiendo... Ya se sabe eso de que en la boca del mentiroso... En fin...)


“-¡Te vas a ir al Tamborcito!”

La amenaza era espantosa, tanto para el que la recibía como para los que presenciaban la escena.

“-¡Al Tamborcito!”

La sentencia tenía la gravedad de las resoluciones pronunciadas por las más altas cortes. El condenado esperaba un instante, al igual que todo el que recibe una mala noticia, como para advertir si era verdad  o si se trataba de una broma o de una mera amenaza con apariencia de orden… ese instante tan breve y tan profundo en el que el mundo se detiene y se oye el silencio del universo en su profundidad de siglos. Luego era vértigo. Pánico. Todo en no más de dos segundos.

Al ver que la sentencia tenía carácter de cosa juzgada, el reo escolar marchaba con la gravedad de un auténtico criminal camino al paredón de fusilamiento.

Nunca se dio explicación acerca del por qué era un castigo pararse junto a la imagen de un héroe. Y, la verdad sea dicha, creo que nuestras autoridades jamás analizaron la irracionalidad de aquel castigo.

Imagino que los alumnos menos lectores tal vez creían que aquel niño de madera había sido alguien muy malo que de tanto estar de penitencia había recibido un castigo del Cielo o de algún mago justiciero y, convertido en tronco, cumplía la condena de estar eternamente “de plantón”.

La imagen del niño héroe, en lugar de ser utilizada para generar nobles sentimientos en los corazones infantiles, terminó siendo tomada indirectamente (o directamente?) como signo de oprobio.

Hoy veo aquello a través de los años y no puedo menos que dolerme por el inconsciente pero real ultraje a la gloria de Pedro Ríos, el Tambor de Tacuarí. No puedo menos que entristecerme por la profanación de aquella imagen a la que tantos niños de mi escuela seguramente han aborrecido sin querer. Ahora, al escribir estos recuerdos, mientras me invade una amarga sensación de impotencia, quiero reverenciar la memoria de nuestro inmortal héroe, ejemplo de valor para niños y jóvenes de nuestra Patria y del mundo.

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Declaro mis respetos a tu cabal memoria, noble Tamborcito de la batalla de Tacuarí, que con tu corta edad supiste ofrendar la vida como tantos grandes héroes conocidos y renombrados. Hago consciente acto de desagravio en nombre de tres generaciones de estudiantes. Y es mi deseo que si estas líneas llegasen un día a manos de las autoridades de mi escuelita ya tan lejana, y si fuese que el incoherente castigo logró sobrevivir al paso de los años, se dé entonces lugar a mi público pedido, que no es otro que éste: Que tan inconcebible pena sea abolida para siempre, bajo riesgo de que tanto docentes como directivos sean juzgados un día ante los tribunales de la Patria… y por qué no, ante el Tribunal de Dios.


-Julieta Gabriela Lardies