miércoles, 11 de septiembre de 2019

EL TAMBOR (MEMORIAS)




Mi escuela tenía un número y un nombre. El número seguramente le fue asignado por el Ministerio de Educación. El nombre le fue dado por mi abuelo Carlos.

Varón emprendedor y de firmes principios, mi abuelo luchó junto a otros hombres de nobles intenciones para que nuestro pueblito tuviese una escuela en su zona urbana.

La escuela, construida luego de no pocos esfuerzos, se llamó “Tambor de Tacuarí” en honor a aquel valiente niño, Pedro Ríos, que con los redobles de su tambor daba aliento a las tropas de Don Manuel Belgrano y que, desempeñando esa noble misión, encontró la muerte en combate en el año 1811.

Como estudiante de grado, siempre tuve la profunda convicción de que nuestra escuelita tuvo el nombre más hermoso que podía haber tenido. Ahora bien, los niños que pasaron por sus aulas, tendré que decirlo a fuerza de sinceridad, no siempre honraron con su comportamiento el nombre de la escuela. Y ante esta realidad que se imponía sin más, fue necesario establecer un canon de castigos. Al niño infractor se le podía "retar" o se le podía "poner de plantón" junto a la pizarra del aula, pero en casos de delitos graves, delitos mayores, el ajusticiado era enviado “al Tambor de Tacuarí”, lo que antecedía a “firmar el libro negro”.
¡El niño delincuente junto al niño héroe, los dos en aparente pie de igualdad, parecían cumplir juntos la misma condena! A qué maestro le perteneció el oscuro entendimiento gestor de tan desdichada idea es algo que no figura en los anales de la Historia, aunque por los hechos estamos en condición de afirmar que la idea tuvo muy buena acogida por todos los docentes de la escuela, quienes salteándose cualquier regla básica de sentido común y de pedagogía elemental adquirieron la infame costumbre de enviar de penitencia a los incorregibles “junto al Tambor de Tacuarí”.

El castigo tan temido consistía en ir a pararse junto a una estatua de madera, hermosa imagen del heroico niño, que se encontraba frente a la oficina de Dirección.

La estatua de madera lustrada era una bella obra casi en tamaño natural (o al menos de ese tamaño me parecía a mí en equella época). Todo el alumnado hubiese debido sentir un tierno afecto por esa cálida representación del Tamborcito de Tacuarí y haber querido detenerse anta ella para admirarla con orgullo de tenerla. Sin embargo aquel lugar de la escuela era mirado con recelo, y hasta con oculto odio, por los niños que se sabían posibles merecedores de la pena máxima.

En este punto cabe aclarar que la pena capital, por sus sospechados efectos colaterales, curricular y hogareñamente hablando, y por su misterio de alcance, era la de “firmar el libro negro”. Pero en materia de humillación no había pena mayor a la de “ir al Tamborcito”. Una expulsión hubiese sido grave en sus consecuencias mediatas, pero en nada se comparaba con el deshonor inmediato de ser expuesto junto a la estatua del Tambor de Tacuarí durante los interminables minutos de un largo recreo, siendo visto por todos los compañeros que pasaban por la galería y jugaban en el patio central. No existía mayor vejación, mayor crueldad, mayor infortunio. Nuestras mentes no concebían algo peor que aquello.

(Deseo hacer una salvedad en cuanto a aquello de "firmar el libro negro": Ninguno de nosotros vió jamás el libro, en consecuencia no sabíamos si en verdad era negro... ni si era un libro. Un niño muy malo dijo que cierta vez "había firmado"  y que sólo se trataba de un cuaderno de no sé qué color... Pero sospechábamos que nos estaba mintiendo... Ya se sabe eso de que en la boca del mentiroso... En fin...)


“-¡Te vas a ir al Tamborcito!”

La amenaza era espantosa, tanto para el que la recibía como para los que presenciaban la escena.

“-¡Al Tamborcito!”

La sentencia tenía la gravedad de las resoluciones pronunciadas por las más altas cortes. El condenado esperaba un instante, al igual que todo el que recibe una mala noticia, como para advertir si era verdad  o si se trataba de una broma o de una mera amenaza con apariencia de orden… ese instante tan breve y tan profundo en el que el mundo se detiene y se oye el silencio del universo en su profundidad de siglos. Luego era vértigo. Pánico. Todo en no más de dos segundos.

Al ver que la sentencia tenía carácter de cosa juzgada, el reo escolar marchaba con la gravedad de un auténtico criminal camino al paredón de fusilamiento.

Nunca se dio explicación acerca del por qué era un castigo pararse junto a la imagen de un héroe. Y, la verdad sea dicha, creo que nuestras autoridades jamás analizaron la irracionalidad de aquel castigo.

Imagino que los alumnos menos lectores tal vez creían que aquel niño de madera había sido alguien muy malo que de tanto estar de penitencia había recibido un castigo del Cielo o de algún mago justiciero y, convertido en tronco, cumplía la condena de estar eternamente “de plantón”.

La imagen del niño héroe, en lugar de ser utilizada para generar nobles sentimientos en los corazones infantiles, terminó siendo tomada indirectamente (o directamente?) como signo de oprobio.

Hoy veo aquello a través de los años y no puedo menos que dolerme por el inconsciente pero real ultraje a la gloria de Pedro Ríos, el Tambor de Tacuarí. No puedo menos que entristecerme por la profanación de aquella imagen a la que tantos niños de mi escuela seguramente han aborrecido sin querer. Ahora, al escribir estos recuerdos, mientras me invade una amarga sensación de impotencia, quiero reverenciar la memoria de nuestro inmortal héroe, ejemplo de valor para niños y jóvenes de nuestra Patria y del mundo.

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Declaro mis respetos a tu cabal memoria, noble Tamborcito de la batalla de Tacuarí, que con tu corta edad supiste ofrendar la vida como tantos grandes héroes conocidos y renombrados. Hago consciente acto de desagravio en nombre de tres generaciones de estudiantes. Y es mi deseo que si estas líneas llegasen un día a manos de las autoridades de mi escuelita ya tan lejana, y si fuese que el incoherente castigo logró sobrevivir al paso de los años, se dé entonces lugar a mi público pedido, que no es otro que éste: Que tan inconcebible pena sea abolida para siempre, bajo riesgo de que tanto docentes como directivos sean juzgados un día ante los tribunales de la Patria… y por qué no, ante el Tribunal de Dios.


-Julieta Gabriela Lardies

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